Pasear, una de mis grandes aficiones. Ir andando del despacho a casa cuando ya ha bajado el calor húmedo típico de Barcelona, a veces sola con música, con mis pensamientos o acompañada me resulta absolutamente placentero. Suelo cambiar de ruta y descubrir rincones de mi ciudad; tiendas curiosas, restaurantes nuevos, fachadas modernistas, plazas con aire de pueblecito de película francesa.
En esta época el jolgorio de los turistas me haría buscar rutas tranquilas y alternativas, de las de “aquí no llegan los guiris”. Sin embargo, este verano, no es necesario. Y ya sé, el turismo es vital para nuestra ciudad, sin duda, y directa o indirectamente nos afecta a todos. Pero, igualmente, ¡qué gozada!
Éstas dos últimas semanas he podido no sólo pisar, sino disfrutar de la playa de la ciudad, pasear por una desierta Plaça Sant Jaume un domingo de julio por la tarde, cruzar cada mañana la Plaza de la Catedral sin tener que esquivar palos selfie, grupos de cruceristas o vendedores ambulantes. Me he permitido improvisar un plan de cena en pleno fin de semana y no he tenido que hacer colas para sentarme en una terraza o escuchar ese irritante comentario de “no, si no es para cenar, ya no podéis sentaros”.
Quizás suene egoísta, pero, de algún modo Barcelona ha sido devuelta a sus habitantes y les ha reconciliado con la ciudad donde crecieron. De hecho, no creo que sea una coincidencia, que estos días, muchas personas me cuentan historias sobre su infancia y juventud en la ciudad.
El otro día, tomando algo con unos amigos, uno de ellos contaba sus vivencias de niño en un barrio cerca del mar. Nos explicaba cómo andaba desde su casa hasta la escuela, cómo eran esas calles cerca del Parc de la Ciutadella en aquellos tiempos y cómo flirteaban con las chicas del colegio de al lado. Hoy mismo, tomando un cocktail de mediodía, los pocos que estábamos allí intentando cambiarle el humor al lunes, hablábamos de antiguos locales del centro de la ciudad. Rememoraban algunos clásicos de las Ramblas donde ir a comer un platillo de merluza hervida con patata y cebolla y salsa tártara o un colmado en plena Eixample donde comer especialidades alemanas, y cientos de sitios más que, la mayoría, ya no existen. Sabiduría popular con la que yo me deleito y aprendo mientras pienso “Cuando sea mayor quiero ser como ellos”.
Historia viva de una ciudad que, igual que le dio la espalda al mar durante muchos años, ahora se estaba amoldando a los visitantes, en lugar de conservar la esencia de los lugares que hacen que los que vivimos en ella la sintamos muy nuestra.
Ser de Barcelona es un lujo y un honor. Quién sabe lo que nos deparan los próximos meses pero no dejemos de disfrutar y cuidar esta ciudad sin igual.
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